La búsqueda de una vida equilibrada ha transformado la forma en que muchas personas organizan sus rutinas, y mi experiencia no ha sido la excepción. Este artículo explora por qué abandonar los despertares extremos puede convertirse en una decisión profundamente liberadora.
Durante años, intenté adaptarme a la filosofía del llamado club de las cinco de la mañana, un movimiento que anima a comenzar el día antes del amanecer para dedicarse a actividades que supuestamente promueven el crecimiento personal. Aunque en teoría parecía una propuesta atractiva, mi relación con esta práctica terminó convirtiéndose en un ciclo agotador que no siempre favorecía mi bienestar. La idea de adelantar la rutina con el objetivo de obtener “tiempo extra” para cultivar hábitos saludables terminó desviándose hacia una carrera silenciosa por cumplir con responsabilidades que, en realidad, nunca disminuían. Y, mientras acumulaba madrugones, las horas de sueño quedaban cada vez más comprometidas. El resultado era un ritmo insostenible que me obligó a reevaluar por completo lo que entendía como productividad.
A lo largo del tiempo, entendí que no era el hecho de madrugar lo que realmente hacía la diferencia, sino la calidad de ese tiempo. Había mañanas en las que lograba disfrutar de la tranquilidad del amanecer, del café sin prisas o de una breve sesión de ejercicio. No obstante, también existían días en los que levantarme tan temprano se convertía en una excusa perfecta para seguir trabajando más horas de las razonables, lo cual iba completamente en contra del propósito original del método. Y lo más evidente era que, al restar minutos al sueño sin compensarlo por la noche, el cansancio acumulado afectaba mi cuerpo, mi ánimo y mi capacidad de concentración.
A pesar de todo eso, hubo etapas de mi vida en las que sentí que el club de las cinco de la mañana me proporcionaba una estructura útil. Por ejemplo, cuando mis hijas eran pequeñas, necesitaba anticiparme a la dinámica impredecible de la mañana. También lo adopté en momentos particularmente exigentes del trabajo, cuando requería un espacio libre de interrupciones para avanzar. Incluso durante mis años como estudiante, madrugar resultaba más efectivo que enfrentar el temario por la tarde, momento en el que mi energía simplemente se desvanecía. Pero aun reconociendo esos beneficios puntuales, hoy estoy convencida de que la práctica dejó de ser una aliada para convertirse en algo que drenaba mi bienestar general.
El cambio se produjo cuando comencé a darme el permiso de dormir un poco más. Con solo cuarenta y cinco o sesenta minutos adicionales, noté que mi nivel de energía se mantenía más constante durante el día. De repente, ya no sentía ese agotamiento abrumador a media mañana y podía abordar mis tareas con mayor claridad mental. No me uní al famoso “club de las 8 de la mañana” ni transformé mi rutina de manera drástica. Simplemente ajusté mi despertador a una hora más amigable, y la diferencia fue notable. A veces, no se trata de reinventar toda la vida, sino de permitir que el cuerpo recupere su equilibrio natural.
El agotamiento emocional y la saturación del bienestar al madrugar sin control
Durante mi exploración de esta transformación, me topé con reflexiones que abordaban el impacto social y emocional de quienes viven bajo rutinas extremadamente matutinas. Una de ellas provenía de un ensayo que describía las dificultades que emergen cuando el horario personal se desajusta tanto del resto del entorno que las interacciones sociales comienzan a resentirse. Y lo cierto es que esa distorsión no solo es real, sino común. Me vi reflejada en la imagen de alguien que, mientras el resto del grupo sigue disfrutando de una conversación en una cena, ya muestra señales evidentes de agotamiento antes de las nueve de la noche. Una escena que experimenté demasiadas veces.
Ese desfase también puede interferir en la relación con los hijos, especialmente cuando atraviesan etapas en las que necesitan compartir, expresarse y conectar en momentos nocturnos. Esas conversaciones espontáneas e importantes suelen llegar tarde, justo cuando la energía ya no responde del mismo modo. Y reconocer que el cansancio nos aleja de esos instantes esenciales genera una mezcla incómoda de frustración y culpa. Fue ahí cuando comprendí que no solo necesitaba dormir más, sino también redefinir mis prioridades.
Descansar insuficientemente afecta mucho más que solo el estado de ánimo o los reflejos. Influye directamente en la manera en que nos alimentamos, en cómo tomamos decisiones y en la habilidad para mantener un estilo de vida saludable. Cuando el cuerpo está exhausto, busca alimentos rápidos, ricos en calorías o de escaso valor nutritivo. Además, la idea de ejercitarse después de un día agotador se torna casi absurda cuando la energía se ha consumido desde el amanecer. Por ello, al ajustar mi horario hacia uno más equilibrado, descubrí que también mejoraban mis hábitos alimenticios y mi disposición a moverme.
La rutina matutina idealizada, por lo tanto, no es un requisito esencial para una vida completa. Lo que se vuelve cada vez más evidente es que las estrategias de bienestar que se vuelven populares en redes sociales no siempre son efectivas para todos y, en algunas ocasiones, pueden causar más presión que beneficio. La verdadera clave es que cada individuo descubra su propio ritmo, uno que respete sus ciclos naturales y se ajuste a sus responsabilidades, sin caer en una competencia silenciosa por “aprovechar al máximo cada minuto”.
Cómo la falta de descanso se ha convertido en un fenómeno social y económico
Además de los retos personales, me sorprendió descubrir que la falta de sueño no es únicamente un problema individual, sino una tendencia global que crece a un ritmo alarmante. En sociedades hiperconectadas, donde la vida digital invade cada minuto libre, el descanso se ha transformado casi en un lujo. Las horas previas a dormir están dominadas por pantallas, contenido interminable y la sensación constante de que siempre hay algo más por ver, leer o revisar. Y esta prolongación artificial del día no solo altera el sueño, sino que se ha convertido en parte estructural de un modelo que monetiza nuestra atención nocturna.
Diversos análisis señalan que muchas de las decisiones de consumo más impulsivas se producen durante la noche, especialmente en franjas en las que la fatiga reduce la capacidad crítica. No sorprende que las plataformas de comercio electrónico registren picos de ventas precisamente en esas horas. Esto ha despertado la reflexión de que dormir menos también puede ser funcional para un sistema que se beneficia de usuarios conectados el mayor tiempo posible. Y aunque parezca un planteamiento exagerado, no deja de ser una observación contundente sobre cómo nuestra relación con la tecnología ha modificado los ciclos más básicos de la vida.
La cultura del bienestar, paradójicamente, ha crecido al mismo tiempo que empeora la calidad del descanso. Se habla de nuevas tendencias para 2026 que enfatizan el regreso a lo analógico, la respiración profunda, el contacto con la naturaleza y la reducción de estímulos. Y aunque estas corrientes pueden parecer una moda más, en el fondo representan una necesidad latente: recuperar la simplicidad y volver a escuchar lo que el cuerpo lleva años pidiendo. Dormir bien, aunque no cueste dinero, se ha convertido en un privilegio difícil de conseguir en un mundo acelerado.
Por ello, dejar de levantarse extremadamente temprano no solo ha incrementado mi vitalidad, sino también mi percepción global de bienestar. Descansar lo suficiente es una manera discreta de cuidarse a uno mismo, una elección que afecta todos los ámbitos de la existencia y que, de manera inesperada, puede ser un modo de vivir con mayor consciencia y sostenibilidad. Al fin y al cabo, nada reemplaza la lucidez mental y la tranquilidad que proporciona un descanso reparador.
El equilibrio como nueva forma de bienestar
Dejar el club de las cinco de la mañana no implicó abandonar mis metas ni mis prácticas saludables. Más bien, fue una manera de reafirmar la importancia de prestar atención al cuerpo y ajustar las rutinas a la realidad de cada etapa de la vida. Actualmente, mi despertador suena más tarde y mis mañanas son menos rígidas, pero más sostenibles. Continúo apreciando la tranquilidad matutina y la sensación de tener un momento personal, pero ya no lo hago a expensas de mi salud ni de mi vida social.
Este cambio forma parte de un movimiento más amplio que busca reemplazar la exigencia constante por prácticas conscientes y respetuosas con el descanso. Porque el bienestar no es una carrera ni un conjunto de reglas absolutas. Es un proceso cambiante que se construye con pequeños actos cotidianos, entre ellos, el simple y poderoso gesto de dormir lo necesario.

